La conferencia de Manuel Toharia partió de un ensayo que en su día pasó casi inadvertido y que hoy es una referencia obligada en historia y sociología de la ciencia: Las dos culturas, publicado en 1959 por el físico y novelista británico C. P. Snow.
Aunque Snow era un científico modesto y un escritor interesante pero no excepcional, su reflexión sí tuvo enorme impacto: denunció la separación —y especialmente el desprecio mutuo— entre quienes se consideraban cultivados en literatura y artes y quienes procedían del ámbito científico-técnico.
Snow señalaba que muchos intelectuales literarios despreciaban la ciencia simplemente por ignorancia, convencidos de que la cultura verdadera era exclusivamente humanística. Esta división artificial, muy asentada socialmente, ha generado durante décadas la idea de que el conocimiento pertenece a “dos mundos estancos”: las letras y las ciencias.
La conferencia subraya que esta separación es ficticia. Como afirmaba Snow, solo existe una cultura, la que construimos entre todos: la que escribe novelas y la que diseña satélites; la que pinta cuadros y la que desarrolla vacunas.
La anécdota del ADN y el error del “yo soy de letras”
Para ilustrar esta fractura cultural, el ponente comparte una anécdota del museólogo Moncho Núñez, pionero de los museos científicos en España. En un experimento con alumnos de 10–12 años, les preguntó qué era el ADN. Las respuestas infantiles, aunque imprecisas, mostraban intuiciones razonables.
Más reveladoras fueron las contestaciones de los adultos: muchos repetían definiciones memorizadas —“ácido desoxirribonucleico”— sin entender realmente qué significaban. Uno incluso reconoció: “No me preguntes más, yo soy de letras”.
El ejemplo evidencia un problema profundo: vivimos rodeados de ciencia y tecnología, pero no la comprendemos. Y, sin embargo, seguimos usando categorías identitarias —“soy de letras”, “soy de ciencias”— como si fueran esencias inmutables. El ponente recuerda que en español distinguimos entre ser y estar: uno está en ciencias cuando calcula mentalmente; uno está en letras cuando escribe; uno está en artes cuando toca el piano. La cultura es una experiencia compartida y cambiante, no un reparto de territorios.
Tecnología cotidiana que no sabemos explicar
Otra anécdota refuerza esta idea: el error extendido sobre los frenos ABS. Muchas personas creen que son “frenos más potentes”, cuando en realidad su función es evitar que el coche frene demasiado para impedir el derrape. Un ejemplo cotidiano de cómo convivimos con tecnología cuyo funcionamiento desconocemos.
Esta distancia entre uso y comprensión no sería grave si no viviéramos en un mundo completamente condicionado por ciencia, ingeniería, medicina, informática o física. Hoy es imposible participar plenamente en la sociedad sin un mínimo de cultura científica.
Unamuno y el dañino “¡Que inventen ellos!”
La conferencia repasa también la célebre frase de Miguel de Unamuno: “Que inventen ellos”. Más allá de su formulación exacta, su mensaje era claro: lo espiritual y literario valía más que la tecnología. España —decía— podía usar los inventos de otros sin necesidad de producirlos.
Este planteamiento, muy criticado por Machado y por muchos contemporáneos, contribuyó a una tradición cultural que en España ha tendido a minusvalorar la ciencia y la técnica, justo cuando Europa entraba en pleno desarrollo industrial. El resultado: retraso tecnológico, escasa inversión científica y dependencia exterior.
Cultura científica vs. gran ciencia
Para comprender qué necesita la sociedad actual, el ponente distingue dos conceptos:
1. La gran ciencia
La realizan minorías altamente especializadas: físicos teóricos, biólogos moleculares, astrónomos avanzados. Son quienes empujan la frontera del conocimiento —los Nobel, los grandes laboratorios, los equipos internacionales—. Su objetivo no es “curar el cáncer en dos años”, sino entender el mundo con mayor profundidad, aunque las aplicaciones lleguen después.
2. La cultura científica
Es el conjunto de conocimientos esenciales que todos deberíamos compartir para desenvolvernos en el mundo contemporáneo: qué significa ADN, qué es una célula, qué diferencia hay entre tiempo y clima, por qué un eclipse ocurre, qué implica el CO₂, cómo funciona un antibiótico o un algoritmo.
La cultura científica no exige dominar ecuaciones, pero sí comprender conceptos básicos. Este es uno de los mayores desafíos educativos: quién decide qué deben aprender los niños y cómo actualizar esos contenidos en un contexto donde la ciencia cambia cada año.
El reto educativo: destilar el conocimiento
Los planes educativos intentan destilar el conocimiento en pequeñas dosis progresivas: a los 7 años unas nociones; a los 10, otras; a los 15, otras más complejas. Pero la ciencia avanza tan rápido que los programas escolares quedan desfasados enseguida, y la población adulta tampoco tiene mecanismos sistemáticos para reciclar conocimiento.
De ahí la importancia de la divulgación: periódicos, revistas, televisión, radio y nuevas plataformas digitales.
Divulgar ciencia: precisión, claridad y límites
El lenguaje científico debe ser preciso, y eso dificulta comunicarlo sin caer en tecnicismos incomprensibles. Conceptos como “tiempo” y “clima”, muy distintos científicamente, se mezclan en el lenguaje común. Otros, como ATP, agujeros negros o mecánica cuántica, exigen explicaciones complejas que rara vez caben en un minuto de televisión.
Aun así, la divulgación es imprescindible: es el puente entre la gran ciencia y el ciudadano. Revistas como Muy Interesante, cuyos inicios se relatan en la conferencia, demostraron que existe un público amplio con curiosidad real: si se explica bien, la gente entiende y disfruta la ciencia.
La curiosidad como motor del conocimiento
La conferencia reivindica la curiosidad, a menudo confundida en el pasado con indiscreción. Preguntar “por qué” y “cómo” es la base tanto de la ciencia como de la cultura en general. Desde medir el tiempo por pulsaciones o fases lunares hasta descubrir constantes matemáticas como π, la humanidad avanza observando regularidades del mundo y preguntándose por ellas.
La explosión del conocimiento y el abismo actual
Desde el siglo XIX la ciencia crece a un ritmo vertiginoso. Las especialidades avanzan tan rápido que la cultura científica común se ha ido separando de la ciencia puntera. Es imposible que la población general comprenda con detalle los descubrimientos que justifican un Premio Nobel, pero sí es necesario saber por qué importan.
El valor de la gran ciencia: avances indirectos
La charla explica cómo investigaciones aparentemente alejadas de lo práctico —como la carrera espacial o la construcción del Gran Telescopio Canarias— generan enormes retornos industriales y tecnológicos: empleo especializado, nuevos materiales, sensores avanzados, óptica de precisión, aplicaciones médicas…
La ciencia básica es un motor económico, aunque sus beneficios no siempre sean visibles de inmediato.
Museos interactivos: aprender tocando
Una parte fundamental de la conferencia se dedica a los museos de ciencia interactivos, inspirados en el Exploratorium de San Francisco y en la idea de Oppenheimer de que la mejor manera de divulgar es permitir al visitante sentir la emoción del descubrimiento.
El lema era claro: hands on, hearts on, minds on (toca, siente, piensa).
De esa tradición nace también el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, cuyo 25.º aniversario se menciona en la conferencia. Su misión: ofrecer una experiencia donde el visitante salga con más preguntas que respuestas, es decir, con la curiosidad reactivada.
Pantallas, libros y nuevos modos de difusión
El ponente analiza cómo la lectura digital, la televisión y las plataformas audiovisuales han transformado la forma de informarse. Aunque la pantalla facilita el acceso y simplifica la recepción, la cultura escrita sigue siendo esencial para profundizar y comprender.
Un proyecto para Valencia: la Ciudad de las Artes y las Ciencias
La conferencia concluyó con una reflexión personal sobre la creación del Museo de las Ciencias Príncipe Felipe y su integración en la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un complejo que une arte y ciencia como dos dimensiones inseparables de la cultura contemporánea. Su éxito —millones de visitantes al año— demuestra que la sociedad valora estos espacios de aprendizaje, turismo y reflexión.
Conclusión: una única cultura para un mundo complejo
Hoy, más que nunca, no podemos permitirnos la división entre letras y ciencias. Vivimos en un mundo profundamente tecnológico que exige ciudadanos capaces de comprender mínimamente los fundamentos científicos que afectan a su salud, su economía, su medio ambiente y sus decisiones.
La cultura del siglo XXI no es “de letras” ni “de ciencias”: es una sola cultura, diversa, integrada y curiosa.