Tamerlán fue el último gran conquistador de Asia Central. Se autoproclamó heredero del imperio del gran Gengis Kan. Salvando las distancias entre ambos, su talento militar fue admirable: como jefe guerrero del janato de Cagatai se apoderó del Turkestán y se autoproclamó rey de la Transoxiana. En poco tiempo le permitió someter a los janatos mongoles y conquistar extendiéndose de este a oeste y de norte a sur por las actuales Siria, Irak, Irán, Pakistán, Afganistán, Turkmenistán, Uzbekistán, parte de La India, Turquía, Rusia... Murió cuando iniciaba su conquista de la China de los Ming.
Luces y sombras en su imperio, ya que por un lado gracias a su mecenazgo el imperio tuvo un magnífico esplendor cultural y también comercial con la Ruta de la Seda como trasfondo, ya que la principal arteria comercial de Asia vio como sus caminos hasta Bagdad estaban libres de peligros para los comerciantes que la transitaban, lo que impulsó el incremento de la riqueza y el intercambio cultural con otros pueblos; además, Samarcanda fue la capital más floreciente de Asia y buena culpa de ello fue de Tamerlán.
Pero en cambio, por otro lado, fue un guerrero muy cruel sometiendo a los pueblo. Fue un especialista que se dedicó a conquistar y a hacerlo una crueldad terrible. La guerra y la destrucción fueron su sello cotidiano. Pero, tuvo un grave problema: pese a que diseñó leyes de gobierno en las que se aunaban las viejas costumbres y otras de nuevo cuño que mejoraron la vida de sus súbditos, no supo gobernar ni gestionar el imperio. En definitiva, no supo articular un estado unitario y por eso tras su muerte el gran imperio se desintegró en menos de un siglo.
Sus dominios abarcaron ocho millones de kilómetros cuadrados y para conquistar tan extenso imperio creo un incontestable ejército, considerado por entonces como la mejor maquinaria bélica. Sus campañas fueron tan brillantes como genocidas.
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